lunes, 30 de enero de 2012

Estamos trabajando para usted

Adelanto de un cuento al que le ando metiendo manos en estas tropicales noches bahienses.

Y escapé solo yo para darte la nueva
El libro de Job (1-19)

Las paredes cayeron. No como en esas filmaciones en donde todo parece suceder en cámara lenta y el polvo se eleva en una nube densa. Fue una destrucción rápida. El esqueleto del techo cedió a la par del primer estallido. Inclusive muchos consideraron que las dos cargas extras fueron innecesarias. Cayó el armazón de hierro y milésimas después las paredes se cerraron una sobre otra, como una enorme caja de cartón. Pero ahí no había nada de cartón, quizás algunos afiches de películas viejas que ya nadie recordaba, entradas perdidas en rincones que nunca alguien barrió, cartas posiblemente, programas con los próximos estrenos, con horarios que jamás se cumplían, papeles sucios, viejos y amarillentos que ningún museo se merecía. Lo que implotó aquél atardecer fueron miles de ladrillos, cemento y concreto que alguna vez fueron “El Grand Splendid: la sala acústica para el cine sonoro” y que ahora era arrastrado por máquinas monstruosas de bocas enormes. A propósito, él tenía razón: su cuerpo nunca apareció. Tampoco los restos de las personas que habían desaparecido a lo largo de los años en aquellas trasnoches de sábado. Todo quedó en la leyenda urbana, en una historia contada en el aburrimiento de alguna reunión, en los divagues de un vampiro decadente que me juró morir junto al cine solo si me sentaba a escucharlo un par de horas. Y lo hice y nada apareció entre los escombros. Parte de ese polvo era ceniza, pero cómo comprobarlo. Solo tengo una historia maldita que se cierra.

No hay comentarios: