lunes, 26 de diciembre de 2011

"Casita de fiesta" de Daniel Martínez


Poema (que ya había linkeado pero vale la pena repetir) del gran poeta Daniel Martínez, que cerró el año con el increíble "Mística sudaca", poemario necesario y de obligada lectura.
Link a uno de sus blogs: Menú de la casa

"La tempestad", prólogo a un libro inédito

La tempestad

“... entonces navegar se hace preciso
en barcos que se estrellen en la nada...”

Fito Paez, Al costado del camino

La proa se hunde y por un momento el barco desaparece oculto en una pared de agua limosa. Segundos después resurge. El mascarón de proa parece boquear sin aire entre la espuma de las olas, se asoma y arrastra detrás de sí el resto del barco. En el barco la cubierta es barrida por el ir y venir del agua. Mugre de mar abierto queda enredada en la madera, entre los barriles atados y los cañones descubiertos. En el timón un cuerpo maltrecho, agitado como las velas por la lluvia y el viento, se aferra desesperado intentando capear el temporal. El cielo se cierra y oscurece. Un trueno resuena y un rayo cae de lleno en el medio del océano. El barco muere y renace frente a cada ola. Sin embargo, sigue avanzando. En el camarote principal, aferrado con un brazo al escritorio, el capitán escribe con trazo seguro pestañando apenas cada vez que un resplandor se filtra por las escotillas tratando de hacerle recordar que afuera hay un mundo convulsionado que este barco desea atravesar. La luz de la vela tiembla desacompasada. En el tintero, la tinta se agita en una tormenta a escala. El capitán se detiene apenas, escucha crujir el armazón de madera y sigue escribiendo. Resumen del día, notas de viaje, cuaderno de bitácora.

Siempre me llamó la atención el gesto de escribir un cuaderno de bitácora. En la tormenta, en el botín, en la calma chicha de un mar caribeño o en la soledad polar de la vuelta al mundo, esa pausa para escribir es un arriesgado, algo inconsciente también, desafío hacia la naturaleza, hacia lo salvaje, lo inexplorado. La aventura, pienso, no está solo en subirse a un barco para encontrar un nuevo mundo, sino también en ese gesto poderosamente humano, de detener esa pasión que guía el viaje para sentarse y resumir el día. La pausa en el medio de la furia.

El cuaderno de bitácora es una escritura ambiciosa nacida en un contexto adverso. El viaje tiene todos los aditamentos para posponer la escritura. Si en la domesticadora ciudad escribir se posterga por la rutina del trabajo, el ocio o la pachorra, ¿qué lugar queda para escribir en la aventura ancestral de un viaje, sucesión de emociones y descubrimientos? Y, sin embargo, se escribe. Se hace la pausa y en las peores condiciones se escribe. Se escribe para informar, para dejar testimonio, para contar, para entender. Solo la certeza de la escritura puede hacer completo esa travesía. El testimonio escrito vuelve real al viaje. No alcanza la vista, saturada por ese mundo que se recorre. No alcanzan los souvenirs, bagatelas de gusto discutible o pruebas materiales inentendibles para aquel que no estuvo ahí. No alcanza el recuerdo en la piel del viento salitroso del océano, el rostro cuarteado a la intemperie, las cicatrices atroces en un pecho agitado. Se necesita la letra en el papel que nos recuerde, que nos lleve, que nos revele un mundo que no vivimos todavía.

Del viaje, de un mundo que no vemos, solo nos queda la escritura. Un testimonio y un gesto amigo porque es también una invitación. Leer el cuaderno es hacer ese viaje, es volverlo aventura una vez más y transformar aquella pausa en acción nuevamente. Repetir hasta el empacho las pasiones que condujeron aquella empresa.

“Cuaderno de bitácoras” se inscribe en esta tradición y en este gesto curioso y apasionante de la escritura en el medio del fragor. El viaje es ese transcurso en la tierra que algunos prosaicos llamamos vida. Leer este cuaderno es ver un mundo revuelto de pasiones. Cada poema de Andrés es una porción de la tormenta del mundo. Pequeños retazos del enorme temporal de la vida que reconstruyen la pasión que agitó (y sigue agitando) el barco. El esfuerzo racional de detenerse a escribir, pausa que el soneto pide, se enriquece con ese corazón sangrante, extraído del pecho marinero, que inicia el libro y perdura hasta el final. Leer los poemas de Andrés es recorrer los sietes mares. Tifones y huracanes, imprecaciones a la naturaleza adversa y propicia, maldiciones piratas, heroicos gestos, agachadas valientes para sobrevivir, tesoros ocultos, botellas con mensajes urgentes, restos de naufragios, velas blancas hinchadas al viento, playas plateadas donde hundir el pie, el calor del sol, el escozor de la lluvia torrencial, restos maltrechos de naufragios dolorosos, agite y parsimonia de un barco que no deja de avanzar. El mundo visto, el mundo sentido está en estos poemas.

Hecha la presentación, con ustedes el desafío. Por allá nubarrones grises, un poco más al sur cielos diáfanos, desde estribor aventuras de corsarios nos acechan, por el otro costado historias de naufragios. Hay mares tranquilos y otros borrascosos, el barco aguarda y el timón gira enloquecido esperando la mano firme que lo conduzca. ¿Quién es el valiente que se le anima a este viaje? ¿Qué espíritu osado está listo para adentrarse en el alma de un corazón en altamar?

jueves, 8 de diciembre de 2011

Prólogo a "Umbrales" de Andrés Montenegro

Palabras preliminares para el primer libro de relatos del amigo Andrés Montenegro. Colección impecable de relatos que vale la pena procurarse. Salió a través de la editorial "Rigor Mortis".

De ecos y monstruos

Una vez – recuerdo o fantasía de la memoria no lo sé – vaciaron un cuarto de mi casa para pintarlo. Movieron una mesa enorme, incómoda herencia familiar, sacaron cortinas, un par de cuadros y varias bibliotecas. El cuarto era uno de estos espacios indefinidos de las casas viejas, que se comprar para arreglar pero que se demoran y terminan transformándose en híbridos de la arquitectura. Este cuarto era una especie de biblioteca, living y heladera. Era también el lugar de mi fascinación diurna y de mis terrores nocturnos, ya que siempre me mandaban a la hora de la cena a buscar algo a esta heladera monstruosa, de cuerpo desmesurado y manija voluminosa. De noche una carrera desesperada me obligaba a ir prendiendo luces a través del pasillo, con manotazos inútiles que sospechaban la acechanza de los monstruos en cada rincón oscuro, hasta alcanzar la heladera y volver en carrera más desesperada aún, ahora apagando luces, sintiendo el vapor caliente de seres deformes que buscaban cazarme del cuello, hasta alcanzar el comedor y respirar en la tranquilidad de la estereotipada seguridad de la cena en familia. Pero esta habitación, de día era también el lugar de una fascinación que todavía perdura: los libros. En esta habitación, repartidos en dos bibliotecas y en cajas de cartón estaba el acervo literario de mi familia. Una colección heterogénea que iba desde Poe hasta las revistas Selecciones, desde Corin Tellado hasta un Cortázar de bolsillo, amarillo y húmedo. Y ahí yo pasaba el día, raramente leyendo, siempre jugando. La cuestión es que un día la vaciaron porque había que pintarla. Esa mañana desperté y entré al cuarto vacío. Las paredes eran verdes, un verde chillón y pastoso, una pintura de tiza que manchaba los dedos y que mi mamá quería tapar cuanto antes. Entré y dije “hola” y la voz rebotó contra las paredes, se agrandó y ahuecó. Mi papá me miró y descubrió mi sorpresa. “Son las voces de los libros que han quedado atrapadas en las paredes” dijo con voz lúgubre y seguramente se habrá puesto a recitar ese poema de Bécquer sobre lo solo que se quedan los muertos, recurso habitual de mi viejo para generar pánico en los niños.

Pero no sentí miedo, para eso estaba la noche, sino la certeza de una verdad revelada: los libros tienen voz y, sobre todo, eco. Un eco que resuena mucho más de lo que lo escuchamos.

Anécdota-excusa para presentar a Andrés: un cazador de ecos, si se me permite esta mitología un poco romántica (acá también debe estar Bécquer dando vueltas). Porque los relatos de Andrés son cuentos que resuenan en nuestra memoria literaria, que nos obligan a sorprendernos y girar buscando la pared en donde se construyó este eco que leemos. Parece que cada relato nos pidiera, como uno de esos juegos de la infancia en aquella habitación con libros, que adivináramos quién es el que se oculta en estas páginas. No como un ardid de pretenciosa erudición, sino como una invitación al juego, a la charla de amigos, al cruce de libros en la memoria.

Pero el juego de los ecos no termina ahí. En sus historias podemos reconocer rasgos, sonreír cómplices frente a la alusión literaria y sorprendernos con la vuelta de tuerca inesperada, que lleva al original a un nuevo espacio, un ámbito inesperado que nos deja descolocados. Igual que en los juegos de la infancia que rápida e injustificadamente cambian los roles y las reglas, descubrimos en la lectura una voz disfrazada de eco, una voz que nos cuenta un mundo propio, en donde los ecos se vuelven el canto mágico del demiurgo creando un mundo nuevo, distinto. Andrés es también un escritor de libros. Sus cuentos son como anotaciones de lecturas afiebradas e intensas que obligan a llenar los márgenes, y que de una manera afortunada han ganado independencia y saltando a la página en blanco se hacen relato, sin olvidar su origen.

Creo que Borges habló de esta cuestión maldita de los prólogos. Una demora pocas veces justificada, culposamente salteada por algunos, impunemente obviada por otros. No quiero extenderme en una presentación que solo será el eco apagado de lo que ustedes vivirán al leer los relatos que siguen. Solo pido que me permitan, antes de dejarlos con Andrés, un comentario lúgubre de esos que impone mi tradición familiar: si hay ecos como en aquella habitación de mi infancia en las horas del día, cuidado, porque los textos de Andrés también cambian con la noche. Hay un pasillo oscuro que Andrés se anima a recorrer, un camino de monstruos, mucho más reales que los de la imaginación y, con seguridad, mucho más terroríficos. Ecos terribles de mundos conocidos que debemos animarnos a enfrentar.

En este juego de la presentación, ya he cumplido mi rol. La puerta esta abierta, ¿quién va entrar a la habitación?

martes, 23 de agosto de 2011

"Bahías" Reseña de Patricio Chaija

Reseña del amigo y escritor Patricio Chaija,
publicada en:
http://www.teladerayon.com/Default.aspx


Muchas gracias, Pato


"Bahías" es el primer volumen de cuentos de Emiliano Vuela. En él encontramos once textos de diferentes extensión y tono, pero todos aunados por la precisa y madura intervención del autor. Divida en cuatro partes, “Bahía Falsa”, “Bahía Verde”, “Bahía Blanca” y “Bahías”, la obra, conceptual, intenta encontrar el sentido de lo bahiense. No es un juego de palabras: una obra puede tratar de algo empírico y circunscripto a una localía y, al mismo tiempo, volverse completamente universal. Tal es el caso de las plurales lecturas que propicia el libro. Una ciudad es todas las ciudades. Y la Bahía Blanca que configura Vuela nos muestra el descontento y la violencia, el sexo, la transgresión, los mitos urbanos y los prejuicios. Como en Payró, el pago descripto en la colección de cuentos nos hace soñar con lo evocado, lo hace creíble, lo torna entrañable.

La escritura de Vuela es clásica y efectiva, y engañosa: lo aparente es algo oscuro detrás de lo afable. Nos relaja, como lectores, a un mundo confortable, sólo para darnos un mazazo y demostrarnos que nunca debíamos haber confiado en él.
En todos los cuentos los remates son efectivos. Hay una poética explícita en la conformación de los textos. Vuela no aburre. Sorprende gratamente. Le bastan unas pocas líneas para demostrar en escena sus dotes de narrador avezado, de prestidigitador. Cuando creemos reconocer el mecanismo que lo hace levitar, es sólo porque él nos lo permitió.
Es un buen narrador del fin de la infancia. “Picadito” sorprende por su contundencia, por pintar un tórrido verano en torno al potrero. El relato es equilibrado y sórdido, con sabias dosificaciones de la información que permiten seguir la acción. Nada es superficial: todo acontece por algo.
Los cuentos de Vuela son fácilmente aprehensibles, diáfanos como un día claro de julio. Pero, como un día claro de julio, esconden un frío helado que puede trastocar el orden. Entre la tersura y lo ríspido, los relatos se vuelven subyugantes, se enciman sobre el lector y no le permiten escapar. Hay narraciones de todo tipo: policiales, dramáticas, fantásticas, psicológicas. El costumbrismo se hace presente en todas ellas y ahí Vuela, de local, en su Bahía hipotética, toca temas comunes, con que la poesía de su prosa le permite salir airoso y confirmarlo como una de las nuevas voces narrativas a tener en cuenta.

sábado, 7 de mayo de 2011

"Susurrarte, la banda del susurro" en acción








"La escuelita" - Bahía Blanca, 24 de marzo 2011









La poesía










La banda

El blog: Susurrarte

El video: Susurrada en La Escuelita

martes, 8 de febrero de 2011

Enfocando poesía + Yapa




"Enfocando poesía" es una propuesta bloguera que deja intencionalmente en un segundo plano a la generadora del proyecto: Andrea Testarmata. Evitando cualquier presentación, opinión o calificación, Andrea sube periódicamente textos de autores amigos en una selección heterogenea que se reserva diversas y múltiples sorpresas. Una selección de textos que se pueden inscribir por su intención o por su forma dentro de la poesía, sin atarse a estilos, corrientes o modas. Un verdadero seleccionado de autores para descubrir.
En una de sus últimas entradas, tuvo la enorme gentileza de subir el texto de contratapa de mi libro "Bahías" escrito por Lorena Curruhinca y Gerónimo Unibaso, pareja de poetas que también tienen sus entradas en el blog de Andrea. Los invito, entonces, a recorrer y a descubrir con paciencia literaria este blog.
De yapa les dejo un link para leer on-line el último número de la "Esto no es una revista literaria":

Esto no es una revista literaria - Número 5

domingo, 16 de enero de 2011

Libros

Texto publicado en http://asiquesoslesbiana.blogspot.com/
Un blog muy piola para leer. Un recorrido sincero y directo que merece el formato libro para atesorarlo, subrayarlo, discutirlo y releerlo como aquellos que menciona el texto y que siempre vuelven a nuestras vidas.



Leo muchos libros, pero no todos me hacen querer devorarlos. Analizo la construcción de la oración, las formas de entrelazar los contenidos, el desarrollo, el equilibrio sentimiento-acción. Hay libros que por todas estas cosas hacen que no pueda despegarme ni un minuto. Aguanto las necesidades básicas para seguir investigándolo. Deseo el avance de la trama y las formas, pero detesto pensar que el libro, inexorablemente, va a terminar. Otros, pobres libros, los leo de a ratos, cuando se puede, los leo para distraerme. No subrayo nada. Avanzo, en parte, para ver el final. Busco fundamentos a las formas y el análisis queda ahí: no encuentro un sentido (mucho menos varios sentidos). El libro pasa por mi vida como muchas otras experiencias, como rituales vacíos, como rutinas. De pronto avanzo siete páginas y siento que no me dejó nada. O me fui por las nubes pensando en la cotidianeidad. No son los libros más preciados, los del lugar especial en la biblioteca o en la casa, los intocables, los cuidados como oro. No son los que se buscan intensamente en la librería ni se releen y se subrayan siempre cosas nuevas hasta que el libro parece estar casi todo lleno de escrituras (a lápiz o mentales) y se los recomienda a cada persona que esté buscando algo para leer.

Hay ciertos libros en el medio. En un primer momento parecen buenos. Se subrayan ciertas cosas. No existe tal apego simbiótico aunque sí la necesidad de lectura. Quizás por el momento que uno está viviendo encuentra cierta magia en el libro. Pero luego, años después, se lo vuelve a leer y el libro es insulso y las frases subrayadas presentan la incógnita de por qué se las subrayó. No presenta más desafíos. Es un libro más, aunque quizás teñido por el afecto que algún día despertó.

Muchas relaciones son así, como los libros. Conmueven a la persona cuando se la cruza inesperadamente en la calle y luego del saludo de despedida la sonrisa perdura. Pero el resto de los días esa persona ni asoma en los pensamientos. Otras, intensas, no nos permiten imaginarnos sin tenerlas en nuestra vida. Son parte de nosotros, se resignifican, se valoran, se avanza y retrocede, se construye un camino, sinuoso a veces, pero camino común al fin. Rachel es el libro que me apasionaba pero que me fue arrebatado, la única edición de ese libro que me prestaron pero que tuve que devolver antes de terminarla y ya no pude volver a tenerla. Me quedaron palabras por subrayar, espacios por resignificar, silencios por entender. Me quedé en la cuarta o quinta página de un libro gordísimo. Y si cuatro o cinco páginas valieron tanto la pena, entonces el libro entero debía pertenecer, tarde o temprano, a mis favoritos.

lunes, 10 de enero de 2011

El hombre de la salamandra

Uno de mis primeros relatos, allá por el 94. Salió publicado en un diario de Villa Mitre (y después dicen que no somos una ciudad) y, por supuesto, en la revista que sacábamos con el taller literario al que iba, "Palabriendo palabruptas" de Elsa Calzetta.

Un texto que me trae buenos recuerdos y que me sigue gustando mucho.


Todo comenzó cuando compraron la salamandra.

Nosotros vivíamos contra el alambrado, cerca del pinar. Mi viejo era peón, mejor dicho, toda la familia servía a Don Nicanor, el patrón. No era mal tipo, pero nuestro rencor innato nos obligaba a odiarlo.

La fecha exacta, la verdad, me la olvidé. Pero era un típico atardecer de invierno. Eramos tres con mi hermano. Volvíamos cansados. La tierra no había querido ceder un centímetro al arado. Ibamos despacio, mirando el barro pegarse a las alpargatas. Aún ahora, con casi cincuenta años, me deprime pensar en donde vivíamos. Una casilla destartalada de chapas y maderas, con apenas espacio para las camas y la cocina. Pero esa tarde al mirarla me alegre. Del oxidado tiraje pendía un delicado humo negro. Corrí impaciente.

Era pequeña. Un poco más alta que mi hermano menor. La habían pintado de negro y la única nota de color, era el rojo caliente, de la leña ardiendo a través del cenicero. Ahora puedo decirlo: nunca me gustó.

Admirados nos sentamos alrededor, disfrutando la empalagosa tibieza. En casa siempre comíamos temprano, aunque esa noche el guiso se terminó a las once. Yo me acosté primero, pero fui el último en dormirme.

Debería ser de madrugada cuando el reflejo del cenicero, me iluminó. Lo miré hipnotizado. El sueño me ganaba de a poco, cuando ocurrió.

Aún hoy, afirmo que salió de adentro de la salamandra.

Era alto y de mirada profunda. El pelo lacio se enredaba en su barba negra. Sin hacer ruido se arrodilló a mi lado. Yo sudaba desesperado. No podía gritar, ni siquiera tocar a mi hermano, que dormía al lado. Estaba vestido con una túnica negra y respiraba despacio. Esa noche solo me habló cinco minutos, quizás más, y desapareció. Cerré los ojos al amanecer.

No se lo conté a nadie. No sabía si era un sueño o realmente había pasado. Ese día estuve algo aturdido y lo pasé en casa, inventando excusas para no quedarme solo. Pero a la noche no pude evitarlo y volvió a visitarme.

Esta vez fue más locuaz. Habló de Don Nicanor, de las riquezas que ocultaba, riquezas robadas a gente como mi familia y que alguien debía recuperar. Siguió hablando de cosas que se me olvidaron, tan solo recuerdo el beso en la mejilla, al decirle que lo haría.

A los días desapareció Don Nicanor y a la semana su hija. El hombre de la salamandra, tenía razón: se podía hacer. Al año de cuidar el campo, mi viejo se convirtió en dueño, gracias a unos manejos hipotecarios que hice. A partir de ahí las cosas cambiaron.

Las visitas nocturnas continuaron. Ya no vivíamos en la casilla. Ahora cada hermano tenía su cuarto en la casa del patrón. Y por supuesto que en el mío instalé la salamandra, mi vieja amiga.

El resto es historia conocida. No terminé el colegio, pero compré los títulos. El hombre de la salamandra era mi maestro, padre y único amigo. Gracias a él a los treinta era intendente y dueño de casi todo el pueblo. Mi carrera política no tuvo par como mi fortuna. Autos, casas, mujeres, viajes, nada me estaba prohibido. No me faltaba ninguna cosa y si quería algo, la salamandra lo conseguía. No tenía límites... hasta hoy.

Son las once de la noche, mientras escribo esto. El último sorbo de whisky desaparece con el tintineo de los cubitos en el vaso. Camino despacio y me siento, a esperar.

Ayer, el hombre de la salamandra se acercó sin saludarme, me miró profundamente como la primera vez y dijo:

- Hora de pagar favores.


domingo, 2 de enero de 2011

Susurrarte


Precioso y preciso texto de Sabrina Funk, resumiendo lo que significa la experiencia del susurro, tanto para el que susurra como para el que escucha y se fascina.

Este texto surgió después de una intervención en la Plaza Rivadavia de Bahía Blanca, en pleno fragor de las compras navideñas y en el mismo día que Videla se iba a una cárcel común.

El texto me pareció perfecto desde la primera lectura y me parece muy piola compartirlo, hayan tenido o no la oportunidad de susurrar o de ser susurrados.

La Mirta del texto, a no confundir, está en las antípodas de la mediática almorzadora, es la señora Mirta Colángelo, un ser increíble que vive y transmite poesía en cada cruce y palabra. Los dejo con el texto y feliz año:


SUSURROS AL PASO: Abriendo paso a la memoria

A los que recibieron un susurro y se fueron latiendo a pasos agigantados.
A los que prometieron volver sobre sus pasos y nunca volvieron
Los que siguieron nuestros pasos, con sus miradas y tentados por la curiosidad se acercaron a solicitar un susurro.
Los que de paso, aprovecharon la oportunidad para comentar su cercanía con la poesía.
Los que querían salir del paso y comentaban: ¡Me cierra el negocio! ¡Estoy apurado!
Los que dieron un mal paso y terminaron con los de seguridad.
Los que pasaron de largo.
Los que no pasaron por alto el disfrute.
Los que tocados por la poesía, continuaron a paso de tortuga.
A las parejas que encontraron a su paso a los susurradores y se volvieron a enamorar.
A los hombres que dieron prioridad de paso a su pareja para recibir primero el susurro, simulando ser caballeros.
A Hermann, que encontró nuestros pasos.
¡A las susurradoras!
Las que dieron el primer paso susurrado.
Las que a cada paso ofrecían un susurro, ¡gratuito! ¡indoloro!
Las que en pocos pasos recibieron varios "no" de respuesta e igualmente no bajaron los susurradores.
Los que en esta susurrada dieron un paso al costado.
Las que se encontraron a su paso con amigos.
Las que paso a paso siguen creciendo.
Las que con el paso del tiempo se van queriendo más.
A Mirta, que nos invade de alegría, con el retorno de sus nuevos pasos.
nos guía en nuestros primeros pasos,
nos ayuda siempre a dar un paso adelante.
¡A todos Gracias!

Sabrina Funk

Click en la imagen para agrandar