En 1986 Argentina salía campeón en el Mundial de México. Yo tenía 10 años y una conciencia algo despierta sobre lo que representa un mundial de fútbol para nosotros los argentinos. Así que fueron pocos segundos los que separaron el triunfo de Argentina frente a Alemania y mi pedido para ir a festejar a la plaza. La plaza estaba llena y si bien los recuerdos no son tan claros todavía tengo presente a la gente gritando y abrazándose entre los autos, las bocinas y las motos. Yo había agarrado una bandera que habíamos comprado luego que Argentina pasara a cuartos de final (siempre buscamos hacer inversiones más o menos seguras en casa). La tomé sin pensarlo, casi por no ser menos, y la agitaba más como un juego que con sentimiento. Sin embargo, cuando bajamos del auto y empezamos a avanzar hacia la Municipalidad llevados por la marea de gente, mi papá me subió a un mástil de la plaza y empecé a agitar la bandera. La gente, y quizás no sea más que una exageración de mi memoria, empezó a gritar y cada vez que movía la bandera, la gente gritaba más y más. Ahí comprendí que la bandera era algo más que esa oferta mundialista y comercial.
Pasaron siete, quizás ocho años, y yo había comenzado a escuchar música. Era 1992 y Divididos había sacado un disco increíble. Vinieron a Bahía Blanca y la cancha del Club Estudiantes se había llenado. Fue uno de mis primeros recitales y recuerdo que al entrar me llamó la atención la cantidad de banderas argentinas que colgaban de la tribuna. Había venido gente del Gran Buenos Aires, de Capital, de La Pampa, varios de la zona. Para muchos era nuestro primer show de Divididos y ver desplegarse una enorme bandera argentina en la tribuna de Ángel Brunel, verla caer sobre la cancha y cubrirnos, sentir las luces apagarse y empezar a cantar el Himno fue algo realmente emocionante. Emocionante porque nunca había cantado el Himno sin música y con tantas ganas como esa vez. Raro, en gran medida, porque como ustedes, apenas si murmura el Himno o el Aurora en los actos del colegio. Y si esa noche terminé afónico y dolorido fue en gran medida por los gritos finales del “juremos con gloria morir” y el agite apasionado de esa enorme bandera argentina.
En el 2001, con el punto más alto de la crisis en Argentina, muchos optaron por irse del país. Esto seguro lo recuerdan, no fueron buenas épocas y en la desesperación muchos optaron por cambiar de aires, buscar nuevas oportunidades. Entre ellas mi hermana, viajó a México y estuvo dos años afuera. A la vuelta, entre muchas anécdotas de viajante primeriza, siempre contaba como se reunía con otros argentinos en peñas o bares para festejar el 25 de mayo, el 9 de julio o, como nosotros hoy, el día de la bandera. Eran reuniones que rápidamente pasaban de la felicidad a la nostalgia, de la alegría a la melancolía. Muchos veces eran desconocidos unidos por algo tan abstracto y azaroso como la pertenencia a un país, que emocionados cantaban el himno o Aurora a viva voz.
Me pidieron que escribiera unas palabras sobre la bandera y pensé en estas anécdotas personales porque creo justamente que la bandera es eso: un símbolo que nos representa como nación pero también como individuos. Y ahí donde aparece una bandera argentina cada uno de ustedes sentirá o recordará cosas diversas y sin embargo, en esa variedad van a estar unidos por el mismo símbolo que tantas cosas dispares genera. Un símbolo, 37 millones de significados. No es poca cosa para una bandera que conmemoramos una vez al año y que raras veces le cantamos a la mañana con verdaderas ganas. En pleno fervor mundialista, los invito a pensar esta idea de bandera no sólo como símbolo de una nación, sino como símbolo de lo que ustedes son como ciudadanos. ¿No vale la pena cantar, saludar y aplaudir a algo tan valioso como ustedes? Yo creo que sí.
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