Texto que acompañó la muestra de poemas, fotos, música y danzas "Mirame a los ojos", organizada por Andrea Testarmata, en Bahía Blanca durante los meses de abril y mayo del 2010.
Me gustan las mujeres de Fellini. La matrona mitológica que vende cigarrillos en “Amarcord” y ahoga púberes en sus pechos generosos. Me gusta Anita Ekberg vagando diáfana y rotunda por la fuente, mientras la mirada confundida de Mastroianni trata de comprender y guardar en su memoria ese momento.
Me gusta la Coca Sarli flotando en el río, desnuda, con sus grandes tetas cortando la corriente turbia del Paraná. La recuerdo envuelta en tapados de piel y en deshabille de generoso escote.
Desparramo de maní con chocolate Shot al ver las piernas torneadas y magras de Lena Olin ahorcando a Gary Oldman, descontrolada y enfurecida, asesina profesional, una y otra vez repetida y reducida en las tardes domingueras de I-Sat.
Extraño a Jennifer Connelly, adolescente y soñadora, enfrentando el glam ochentoso de David Bowie en “Laberinto”. Recuerdo el vacío en los oídos y los retorcijones en la panza cuando me miraba directo a los ojos y me recitaba la invocación contra Jareth, el rey de los duendes (porque me hablaba a mí, púber incipiente de fácil amor y vocación cursi-romántica).
Recuerdo la nariz torcida, contrahecha, de Rosi De Palma, chica Almodóvar, que mereció mis elogios y una extraña fascinación que aún perdura.
Me acuerdo de Graciela Borges y Soledad Silveyra, jóvenes todavía. Una, blanco y negro en función privada con Berruti y Morelli en un verano del ochenta y pico descubriendo a Torre Nilsson sentado junto a mi viejo en la cocina de mi casa. La otra, en furioso technicolor, rubia y adolescente, en cursi y gitana historia de amor, sentado junto a mi vieja, una tarde de sábado, lluviosa (quizá invierno), café con leche y torta casera y Sandro bailando pelos del pecho al viento.
Me acuerdo de la madre que llora por su hijo que cae rodando escaleras abajo en “El acorazado Potemkim”, de María en “Metrópolis” (aunque primero la conocí en “Radio Ga-ga” de Queen) y de la florista ciega a la que ayuda Chaplin. Mudas, de miradas profundas y gestos ampulosos.
Me inquieta Michelle Pfeiffer diciendo “miau” mientras estalla Ciudad Gótica. Me inquieta el recuerdo de mirar a escondidas con unos amigos de la primaria (logística grupal y sincronización milimétrica con ausencia de padres incluida) a Kim Basimger en “Nueve semanas y media”: camisón blanco, tacos agujas, lluvias, frutillas y sombrero con el sonido ambiente de los cabezales de la video girando desesperados porque el tiempo era poco y los padres muchos.
Me acuerdo de Adriana Brodsky, en pantalla gigante, en el cine Plaza, diciendo “maestro, soy fea” y girando displicente para mostrarnos lo que habíamos ido a ver. Me resuena el silencio sepulcral, incómodo por la presencia de alguna novia, hermana o prima, que invadió la sala cuando Cecilia Dopazo mostró que era del palo en aquella terraza junto al Tanguito fachero de Fernán Mirás.
Me acuerdo que para mí una vez el cine fue de superagentes y titanes, de Chatrán y Benji perseguido. Me acuerdo de tiempos pasados en donde iba al cine para pasar el rato. Buena suerte marcó mi camino, las cosas cambiaron repentinamente, y en la oscuridad del cine Ocean (hoy timba popular) algo se reveló, algo que empezó en la pantalla y continuó bastante más abajo. Algo que se hizo recuerdos, algo que perdura y se repite cada tanto, en citas particulares, ocasionales y esporádicas, en donde yo espero nervioso como aquella primera vez hasta que ella aparece en la pantalla.
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