Un blog muy piola para leer. Un recorrido sincero y directo que merece el formato libro para atesorarlo, subrayarlo, discutirlo y releerlo como aquellos que menciona el texto y que siempre vuelven a nuestras vidas.

Un texto que me trae buenos recuerdos y que me sigue gustando mucho.
Todo comenzó cuando compraron la salamandra.
Nosotros vivíamos contra el alambrado, cerca del pinar. Mi viejo era peón, mejor dicho, toda la familia servía a Don Nicanor, el patrón. No era mal tipo, pero nuestro rencor innato nos obligaba a odiarlo.
La fecha exacta, la verdad, me la olvidé. Pero era un típico atardecer de invierno. Eramos tres con mi hermano. Volvíamos cansados. La tierra no había querido ceder un centímetro al arado. Ibamos despacio, mirando el barro pegarse a las alpargatas. Aún ahora, con casi cincuenta años, me deprime pensar en donde vivíamos. Una casilla destartalada de chapas y maderas, con apenas espacio para las camas y la cocina. Pero esa tarde al mirarla me alegre. Del oxidado tiraje pendía un delicado humo negro. Corrí impaciente.
Era pequeña. Un poco más alta que mi hermano menor. La habían pintado de negro y la única nota de color, era el rojo caliente, de la leña ardiendo a través del cenicero. Ahora puedo decirlo: nunca me gustó.
Admirados nos sentamos alrededor, disfrutando la empalagosa tibieza. En casa siempre comíamos temprano, aunque esa noche el guiso se terminó a las once. Yo me acosté primero, pero fui el último en dormirme.
Debería ser de madrugada cuando el reflejo del cenicero, me iluminó. Lo miré hipnotizado. El sueño me ganaba de a poco, cuando ocurrió.
Aún hoy, afirmo que salió de adentro de la salamandra.
Era alto y de mirada profunda. El pelo lacio se enredaba en su barba negra. Sin hacer ruido se arrodilló a mi lado. Yo sudaba desesperado. No podía gritar, ni siquiera tocar a mi hermano, que dormía al lado. Estaba vestido con una túnica negra y respiraba despacio. Esa noche solo me habló cinco minutos, quizás más, y desapareció. Cerré los ojos al amanecer.
No se lo conté a nadie. No sabía si era un sueño o realmente había pasado. Ese día estuve algo aturdido y lo pasé en casa, inventando excusas para no quedarme solo. Pero a la noche no pude evitarlo y volvió a visitarme.
Esta vez fue más locuaz. Habló de Don Nicanor, de las riquezas que ocultaba, riquezas robadas a gente como mi familia y que alguien debía recuperar. Siguió hablando de cosas que se me olvidaron, tan solo recuerdo el beso en la mejilla, al decirle que lo haría.
A los días desapareció Don Nicanor y a la semana su hija. El hombre de la salamandra, tenía razón: se podía hacer. Al año de cuidar el campo, mi viejo se convirtió en dueño, gracias a unos manejos hipotecarios que hice. A partir de ahí las cosas cambiaron.
Las visitas nocturnas continuaron. Ya no vivíamos en la casilla. Ahora cada hermano tenía su cuarto en la casa del patrón. Y por supuesto que en el mío instalé la salamandra, mi vieja amiga.
El resto es historia conocida. No terminé el colegio, pero compré los títulos. El hombre de la salamandra era mi maestro, padre y único amigo. Gracias a él a los treinta era intendente y dueño de casi todo el pueblo. Mi carrera política no tuvo par como mi fortuna. Autos, casas, mujeres, viajes, nada me estaba prohibido. No me faltaba ninguna cosa y si quería algo, la salamandra lo conseguía. No tenía límites... hasta hoy.
Son las once de la noche, mientras escribo esto. El último sorbo de whisky desaparece con el tintineo de los cubitos en el vaso. Camino despacio y me siento, a esperar.
Ayer, el hombre de la salamandra se acercó sin saludarme, me miró profundamente como la primera vez y dijo:
- Hora de pagar favores.
Precioso y preciso texto de Sabrina Funk, resumiendo lo que significa la experiencia del susurro, tanto para el que susurra como para el que escucha y se fascina.
Este texto surgió después de una intervención en la Plaza Rivadavia de Bahía Blanca, en pleno fragor de las compras navideñas y en el mismo día que Videla se iba a una cárcel común.
El texto me pareció perfecto desde la primera lectura y me parece muy piola compartirlo, hayan tenido o no la oportunidad de susurrar o de ser susurrados.
La Mirta del texto, a no confundir, está en las antípodas de la mediática almorzadora, es la señora Mirta Colángelo, un ser increíble que vive y transmite poesía en cada cruce y palabra. Los dejo con el texto y feliz año: