martes, 14 de julio de 2009

Texto publicado en la agenda petitera y bolsillera de HD Ediciones


Al principio pareció una casualidad. Un juego más del azar entre otros. Un “mirá qué loco” buscando la complicidad del conocido cercano o la certeza débil de la cordura. Pero el hecho se siguió repitiendo a la semana siguiente. Primero fue el lunes a las 17:30. Luego, el martes entre las 8:30 y las 9:30. Finalmente, el jueves: primero a las 8:00 y después a las 16:00 (este último estaba en rojo importante). El viernes, pese al intenso trabajo, el escaso tiempo libre y los constantes llamados de atención, no pudo dejar de pensar. El sábado permaneció en su casa (feriado comercial), sentado, encerrado en el estudio, oteando el reloj de la pared, ajustando una y otra vez la fecha y la hora de la PC. A la noche miró un partido (gol de Verón de tiro libre) y se durmió temprano. No atendió ningún llamado. El teléfono sonó insistente hasta la medianoche. Durmió. Soñó con bosques de araucarias inmensas perdidas en brumas grisáceas, con suelos rojizos y barrosos, con mujeres de pechos blancos y pequeños, de pezones rosados acariciados por tules blancos flotando en habitaciones vacías. Soñó que caía desde acantilados eternos y se despertó temprano el domingo, el estómago revuelto, el cuarto en penumbras (persianas americanas filtrando la luz como en películas ídem), una erección inútil entre las sábanas y otra certeza (ya no débil): era la agenda.

Ese domingo se la pasó escribiendo. Con precisión y tensón de relojero suizo fraccionó su vida en renglones (un renglón = media hora, precio oferta, una ganga). Cada día se fue llenando, todos los horarios cubiertos al detalle. Se imaginó en el fragor de su tarea a empresarios canosos (aquellos yuppies de ayer) con intercomunicadores digitales de última generación consultando a secretarias de generaciones recientes, sonrientes y predispuestas a decirle qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo (eventualmente, se casarán con su jefe y seguirán haciendo lo mismo pero ahora con derecho a burla frente a sus amigas del yachting club). Estúpidos de billetera asesina galanes. Él tenía su agenda (su sueldo y, seamos sinceros, su trabajo no permitían mucho más) que no era poca cosa. Ahí estaba la clave, señores. Cada renglón fue cubriéndose ese domingo con lo inevitable, lo urgente, lo impostergable, lo importante, la quintaesencia de un tipo ocupado de maletín y agenda. Árboles que cubren bosques crecieron y florecieron en la agenda. Nada quedó afuera: citas, reuniones, cumpleaños, eventos, pagos, citaciones. Hasta los domingos se llenaron y rebalsaron de compromisos. Todo ese año se cubrió aquel domingo en que José comprendió el códice secreto de sus azarosos olvidos: lo que asentaba en su agenda desaparecía, pasaba fugaz y se volvía un recuerdo de papel y tinta. El secreto de la felicidad, se dijo.

Ese domingo, José se acostó temprano, se durmió otra vez aunque con una sonrisa algo estúpida en su autosuficiencia y a primera vista un poco exagerada (risa de foto en fiesta que no se quiere estar). José se durmió pensando en su súper-agenda mágica sin saber que lo que había descubierto era una negada conciencia colectiva: no anotamos lo que queremos recordar, anotamos aquello que con secreto deseo queremos olvidar.

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