Publicado en "Esto no es una revista literaria" Primavera 2010Link: el de Ella y el de El
Una sola vez alzó la vista en todo el viaje. Una sola vez dejó de seguir el trazo monótono de la línea blanca en la ruta y fue para ver esa construcción carcomida por el aire salitroso del mar, que inexplicablemente su padre insistía en llamar “hotel”. Bajó del auto sintiendo aún el zumbido del motor. Dejó avanzar a su familia y de lejos observó a su hermano corriendo alegre hasta la entrada del edificio. Se subió el cierre de la campera y avanzó quizás resignada. Trató de alejarse de su familia y siguiendo un camino de tablas bordeó el perímetro del hotel hasta alcanzar los fondos. Pudo escuchar a su padre abriendo la puerta principal, puteando bajo mientras trataba de encontrar la llave de la luz. Caminó un trecho breve oyendo el crujir de las maderas. Alcanzó una cerca de alambre, la saltó, se acercó y se detuvo casi al mismo tiempo en que descubría que ya no era melancolía lo que sentía sino una verdadera tristeza, que calada en su estómago subía hasta los ojos queriendo liberarse. Hundió las manos en los bolsillos de la campera y se paró al borde de la pileta. Una enorme piscina llena de arena. Dibujó una línea con la punta de la zapatilla y notó que era tan chata y aburrida como la marca de la banquina. Levantó la vista y fue como si el mar apareciera de golpe, imponente en su fragor, pero tan insignificante para ella como ese dibujo en la arena de una piscina abandonada. Miró alrededor. Estaba sola y lloró no sólo por lo que dejó atrás sino por esto que venía. Este invierno tan aburrido como la ruta desde Bahía hasta Monte, aunque lamentablemente no tan breve.
Puso un pie dentro de la piscina. Notó con desazón que el pie apenas se hundía. Dejó descansar todo el peso de su cuerpo en ese pie. Cedió imperceptible. Extendió los brazos para mantener el equilibrio, mientras los párpados se cerraban. Un gesto automático, teatral e inútil. El viento ni siquiera venía del mar. Olía a ciudad vacía: paredes húmedas y salitrosas. Volvió a pararse en los dos pies y abrió los ojos. Caminó hasta el centro de la piscina y se detuvo en una pequeña elevación. Escuchó a la familia descargando las valijas y las cajas en el interior del hotel. Unos gritos apagados se oyeron desde el primer piso. Era su hermano dedicándose a abrir y cerrar puertas para probar el eco de cada una de las habitaciones vacías. Se sentó. La arena estaba fría. Hundió un poco más las manos en los bolsillos, estirando la campera hacia abajo y cerrando los puños. Seguía triste pero a esta tristeza se había unido una furia incomprensible. El viento apagaba el sonido del mar. Un mar espeso y achocolatado, de olas revueltas y pequeñas, de pájaros perdidos revoloteando aquí y allá. Apretó los puños contra su panza y sintió un ligero retorcijón. Clavó los talones en la arena dejando dos profundos hoyos. Luego se levantó y entró al hotel.
En su cuarto – nadie le había preguntado si quería esa habitación, pero viendo lo alejada que estaba del movimiento del resto del hotel, decidió no quejarse – ya estaban sus dos valijas sobre un colchón pelado y algo sucio. Empujó las valijas al piso y dijo “nada” a su madre que desde el piso de abajo preguntaba qué era ese ruido. Rutina: tal acción, merece tal pregunta, a la que sigue tal respuesta, que concluye en esta tranquilidad odiosa e hipócrita. Se sacó la mochila y la tiró junto a las valijas. Sopló el colchón. Una ligera cortina de polvo se levantó. Partículas flotaron delante de sus ojos, puntos de luz formando diagonales rectas en el vacío del cuarto. Acostada vio un techo blanqueado a la cal, un ventilador fijado al techo por telarañas y unas tulipas en las paredes amputadas de sus foquitos. Miró hacia la ventana. El cielo se cerraba en nubes grises. No oía el mar, apenas lo adivinaba yendo y viniendo a la costa. Buscó en el bolsillo del jean. Sacó un porro a medio fumar y lo encendió. Tres pitadas, una ventana que se abría, una suave brisa que limpiaba el cuarto, dos pitadas, una mano que podía atravesar las paredes, hundirse en el pecho del hotel y sacar un corazón seco como una piña de pino, con escamas de pez y telarañas blancas en sus recovecos, una última pitada, un papel Ombú que se quema con un ruido ensordecedor de brasas infernales y un par de manos ajenas que revolotean sobre su cara hasta que se duerme acurrucada en un colchón que trata de abrazarla y no puede.
Despertó a la noche con un llamado a comer que llegado desde altamar viajó en un barco fantasma que boyaba oxidado entre olas cargadas de limo y mugre. Bajó la escalera y se sentó a la mesa, apenas murmurando un saludo. Comieron algo y descubrieron cuánto iban a extrañar al televisor. Escucharon radio: una voz monótona de palabras insignificantes. En el puré hizo una cara y con las marcas de la parrilla del bife le dibujo una cárcel que la encerró para siempre. Revolvió todo un poco, tiró algo al piso y se levantó. Algo dijo su mamá, que su papá pareció aprobar y que ella no escuchó. Subió a su habitación. El cuarto estaba frío. Agarró una toalla y salió al pasillo. Un foco amarillento iluminaba apenas. Al final del pasillo la luna asomaba a través de una cortina de nubes. Caminó y se detuvo al borde de la ventana. Giró la falleba y abrió las hojas de la ventana. Un aire húmedo se coló rápidamente. Miró hacia abajo. El camino de madera estaba apenas cubierto por la arena, que arremolinada no se terminaba de decidir en dónde pasar la noche. Apoyó las manos en el marco y se asomó, casi medio cuerpo afuera. Ahora la brisa parecía venir del costado, desde una casa desvencijada que apenas se adivinaba en la oscuridad de la playa. Entró y cerró la ventana. En el baño, mientras el agua de la ducha caía y el vapor cubría la habitación, pensó dos cosas: que sus pechos seguían siendo demasiado pequeños y que a la mañana siguiente iría a visitar esa casa. Esa noche soñó con una casa vacía llena de voces atrapadas en las paredes y sus manos eran martillos que destruían esas paredes pero que no lograban liberar ninguna de esas frases contenidas.
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Maragogi en FlickrCiudad de Villa Mitre, madrugada tranquila, un tema de The Smiths de fondo.